Es difícil no pensar en el aire acondicionado como un aliado inseparable de la arquitectura moderna, simplemente porque estamos rodeados por tantos edificios que apoyan esta premisa que solemos olvidarnos de los diseños y experimentos que antecedieron a la popularización de este artefacto.
Fuente: Plataforma Arquitectura
Un valioso recordatorio de que, en el período moderno, esto no siempre fue así, es el libro del profesor de arquitectura de la Universidad de Pennsylvania Daniel A. Barber. En “Modern Architecture and Climate: Design Before Air Conditioning” (Arquitectura moderna y clima: El diseño antes del aire acondicionado), Barber esboza la historia de los primeros, ya menudo olvidados, experimentos en materia de control climático.
Si catalogáramos a la arquitectura moderna como un movimiento “insensible respecto a su medio ambiente”, este libro demuestra que, en sus inicios, no fue siempre así. Para tener una idea real de la sensibilidad ambiental promulgada por la primera ola de los arquitectos de esta época, solo basta con contrastar cualquier edificio contemporáneo con muros cortina con el innovador y revolucionario Edificio Clarté de Le Corbusier (1931). Este último, como escribe Barber, alberga “una colección de dispositivos de protección solar de bajo costo, de uso intensivo y visualmente dinámicos: balcones, persianas exteriores, toldos retráctiles y persianas interiores que bloquean los rayos y modulan la incidencia solar”.
El encuadre de Barber, que vincula el movimiento moderno con la sensibilidad climática, asocia a un número de arquitectos que rara vez han sido estudiados en conjunto en otros análisis. Conectar a Le Corbusier con Neutra, Sert y Schmidlin, y vincularlos no por el aspecto de sus edificios sino por la forma en que prestaron atención a las demandas invisibles del clima, perturba los criterios tradicionales de clasificación.
Un dilema común para los primeros arquitectos modernos pasaba por cómo hacer que las grandes extensiones de vidrio, además de permitir visuales hacia el exterior, se complementasen con otras herramientas porque, a menudo, este material por su cuenta era un fracaso tanto para conservar el calor como para refrigerar los interiores. “Los medios arquitectónicos familiares para manejar la radiación solar y mejorar las condiciones de climatización de los espacios arquitectónicos generalmente eran confusos y complicados”, escribe Barber. Le Corbusier trabajó incesantemente en este problema en muchos proyectos más allá del Edificio Clarté, experimentando con nuevos materiales, profundizando y alterando las fachadas en función de su exposición al sol, y lo más importante, diseñando su característico brise-soleil. Las persianas, luego, surgieron como una solución fácil de usar, útil y conceptualmente revolucionaria: un mecanismo de control climático que literalmente se expresaba en la fachada e incidía en la estética del edificio.
Arquitectos brasileños como Lucio Costa y el estudio MMM Roberto desempeñaron un papel crucial en el perfeccionamiento de esos métodos. Los Edificios Estatales también jugaron un rol fundamental, presentándose como un laboratorio para la experimentación entorno a la sensibilidad ambiental, incluyendo algunos proyectos muy eficaces como la obra de Sert en el Irak (la Embajada de EE.UU en Bagdad) pero también algunos fracasos como la Embajada de Durrell Stone en Nueva Delhi. En el libro, también se mencionan los estímulos a la sensibilidad climática ejercidos por Elizabeth Gordon a través de su revista House Beautiful.
La historia paralela del libro se centra en la naturaleza de los espacios interiores, enfocándose en los esfuerzos de los primeros expertos para hallar la mejor manera de proporcionar temperaturas consistentes frente a las cambiantes condiciones de calor y humedad de la tierra. Gran parte del espíritu del movimiento moderno, dice Barber, se degradó por querer producir “un interior con condiciones consistentes cualquiera sea la condición regional, cultural, climática, política y económica”.
Barber también rinde homenaje a un gran número de meteorólogos y científicos no reconocidos que estudiaron la temática climática con gran sensibilidad y elaboraron gráficos sobre los ángulos del sol en diferentes momentos del día, las variables del clima relacionadas con las pendientes y la proximidad al agua, la ubicación de los árboles y más. El problema con cualquier modelización de este tipo, extremadamente bien intencionada, era que el clima es intrínseca e inextricablemente ultra-local, y muchos arquitectos optaron por renunciar a ello.
¿Por qué? Por una razón: la invención y comercialización del aire acondicionado barato, una herramienta contundente que podía proporcionar cualquier temperatura interior incluso a un edificio muy mal diseñado desde el punto de vista climático, siempre que se pudieran pagar las facturas y no se preocuparan por los combustibles fósiles gastados. Los esfuerzos de diseño para la mitigación del clima, se relegaron para los excéntricos aficionados o los ignorantes, ya que el aire acondicionado barría con todo.
Los muros cortina, con su asombrosa ineficiencia, se convirtieron en un gran problema. El sistema de refrigeración del edificio de las Naciones Unidas era famoso por su ineficiencia; el edificio Seagram es esteticamente impecable pero absurdamente insalubre (en una reciente auditoría energética de Manhattan, recibió una calificación de 3 en una escala de 100 puntos, “la calificación más baja dada, por un amplio margen”).
El problema, como nos hemos dado cuenta, es que los interiores uniformemente climatizados son también los responsables de que nuestro mundo no pare de calentarse; en nuestra realidad actual, entre el 40 y el 60 por ciento de las emisiones de carbono son producidas por los edificios. ¿Qué podemos hacer? Barber sugiere que miremos al pasado, y remarca que no es necesario remontarse tan atrás para encontrar referencias útiles.